Viñeta urbana

El costado mustio de una barriada singular

El Puente Blanco, la calle Ituzaingó con su modestísimo paseo, la plaza Eva Perón y el puente del mismo nombre forman, además de un trapecio en el mapa, la puerta de entrada y salida acaso más tradicional de San Agustín, una barriada particular de Paraná, de fuerte carácter identitario que, sin embargo, luce como un sector olvidado a su suerte.
21-03-2019 | 18:13 |

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El Puente Blanco, la vía que conecta a San Agustín por detrás del Cementerio Municipal. Foto: Sergio Ruíz


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Que todo ese sector que se desarrolla con el arroyo Antoñico como referencia fundamental e ineludible fue uno de los bordes de la ciudad en algún momento, lo testifica la presencia impertérrita del Cementerio Municipal y, aguas abajo, en la desembocadura del curso de agua, las historias que aún circulan sobre el Puerto Viejo con la postal de los changarines bajando o subiendo –según la ubicación del Sol– en esforzada fila india la cuesta de Los Vascos, con la bolsa de arpillera al hombro.

San Agustín fue área de quintas hasta que en la década del 40 del Siglo XX empezó a lotearse de modo anodino, generándose una retícula endiablada de manzanas irregulares, tanto que su mapa podría servir de ejemplo a cualquier docente que deba dar una clase sobre figuras geométricas: desde lo alto, rotondas, rectángulos, paralelogramos, triángulos, trapecios y, eventualmente, algún cuadrado parecen mosaicos hechos a mano por un artista de cubista inspiración. En ese laberinto de calles más bien angostas, donde no faltan las que no conducen a lado alguno, sobresalen Ameghino, Ituzaingó (por la que por ejemplo se llega hasta el Centro de Salud “Ramón Carrillo”), Casiano Calderón (curiosa hipotenusa de dos arterias de relieve también como Selva de Montiel y General Galán) y, más allá, Gutiérrez.

Desde el centro, por Ameghino, el alto muro de la necrópolis encajona la mirada y convierte al Puente Blanco, el de las ánimas, en un punto en el horizonte. Del otro lado de la calle, una línea de casas bajas nos arrima al sonido inconfundible del agua que va dando pequeños saltos sobre un lecho de hormigón, en busca del río Paraná. Es difícil no conectar con la voz y la guitarra de Walter Heinze interpretando “Coplas del Antoñico”: Arroyito vuelteador/ espejo de la pobreza/ donde la suerte se agacha/ la vida del pobre empieza, versea el autor de la letra, Raúl A. Rossi, antes de nombrar a “Las Flores, Barrio El Humito, ‘San Agüicho’ y La Floresta” e informar que “empieza siendo gurí/ como yuyito e’ baldío/ creciendo ‘ande’ nadie mira/ poca olla y mucho frío”. Es imposible caracterizarlo mejor.

El Puente Blanco, hoy en día, presenta dificultades de todo tipo: tiene sendero peatonal sólo del lado sur y es angosto para el doble sentido de circulación existente si en escena aparece un colectivo o un camión, lo que resulta ser bastante frecuente. Su uso es intenso: autos, bicicletas, carros y vehículos de mayor porte, son parte del paisaje. El pavimento luce las marcas del ajetreo y la falta de mantenimiento. En la cabecera este un pozo de temibles dimensiones fue semitapado con un gabinete, probablemente de heladera.

Del lado del Cementerio, como siguiendo un camino de hormiga, residentes de todas las edades buscan su destino a pie: muchas mujeres y también niños.

Si en el mundo las obras de ingeniería suelen tener aspectos que ameritan una gozosa contemplación, nuestro Puente Blanco –estancado en el tiempo– no es más que un recurso arquitectónico para salvar un accidente del terreno: una triste realidad, por cierto, zaguán de una inmensa barriada que se desarrolla empecinadamente pese al desamparo.

Multipropósito

La plaza “Eva Perón”, más conocida como “placita San Agustín” es un polígono irregular de cinco lados a la que le falta una intervención organizadora de los subespacios. Es el centro de toda una populosa zona. Confluyen sobre ella, las calles El Pingo (desde Ameghino), El Palenque, El Resero, Don Segundo Sombra, Los Jacarandaes y El Jagüel: todas exhiben trazas quebradas y, a falta de cartelería que contenga un mapa elemental, tiene las características ideales para que se extravíe cualquier persona que no conozca el lugar.

Si se llega a ella desde El Pingo la primera sensación es que se trata de una inmensa rotonda que, curiosidad comarcana pocas veces repetida en el mundo, tiene doble sentido de circulación. En tanto espacio verde, como se señaló, luce algo desconcertante: aparece, dominante en su centro geográfico, mirando el río, el escenario “Linares Cardozo”, un gigante de ladrillo visto y cemento que, sin embargo, no tiene una agenda sostenida de propuestas culturales o recreativas que le dé sentido. La actividad más constante allí parece ser la práctica del fútbol a la salida de la escuela de parte de chiquilines de todas las edades. Pero por la mañana, los arcos en medio de la nada le dan un aspecto desolado al lugar.

Hay dos sectores diferentes para juegos infantiles, ambos con su galería de subibajas, hamacas y toboganes, pero están desplegados en entornos con marcas de prolongado descuido, pese a que la gramilla estaba corta. La misma nota para el arbolado: amontonados llamativamente en algunos puntos, y sin ninguna referencia en otros.

A la hora de la recorrida, el paseo Ituzaingó parecía extrañar el gentío de feria americana de los fines de semana. Allí también, veredas, farolas y pérgolas resisten los lambetazos de un inmerecido descuido. En todo ese sector, en el que los motociclistas son amos y señores, las juntas de los paños de hormigón hacen trabajar a destajo a los neumáticos y sistemas de suspensión.

No cambiará el panorama en el puente Eva Perón, por el que se llega el centro, previa escala en la rotonda del barrio “33 Orientales”.

Así, la puerta de entrada a una populosa barriada, de intensa vida social y deportiva y creciente actividad comercial, parece sufrir la indiferencia de una ciudad que, aunque duela, la sigue tratando como aquello que está del otro lado del arroyo.
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