Colón campeón

Gracias a Dios, nací en el Centenario

La historia de Colón y la del barrio Centenario no nacieron juntas ni simultáneas. Sin embargo, a poco de andar, se encontraron en una intersección indisoluble que se vio coronada este viernes 4 de junio, de manera contundente y descollante, algunos minutos antes de las 21. Como dos serpientes oscilantes, fueron eslabonándose en un incierto destino común.
14-06-2021 | 16:33 |

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El festejo histórico. El Sabalero en su mejor momento.





Por Gustavo Sánchez Romero (*)

El Club Atlético nació en Bulevar Zavalla, en lo que serían luego los terrenos del Ferrocarril, en tanto que el barrio encontró origen en la voluntad de algunos en ganarle la locación a un gran bañado del Paraná, donde los negros iban a fijar sábalos para hacer la diaria.

He aquí el origen de la identidad imperecedera. Cada tanto ese río volverá a recordarle a la ciudad y al club —con angustia, dolor y muerte- que ese espacio le pertenece y que no está dispuesto a cederlo sin dar batalla.
Con el avance del siglo XX, juntos desovillaron un derrotero plagado de vicisitudes.

De un desolado y polvoriento potrero rodeado de ranchos de chapas de cartón a un gran estadio que fue sede de la Copa América albergando las grandes figuras del continente.

Ese camino común, hilvanado por decenas de episodios abrazados a la pasión y la épica dieron una vuelta olímpica que se define como una disrupción que atravesará por décadas a la ciudad.

Como en Rosario o La Plata; en Santa Fe esta pasión se define por oposición. La antinomia sabaleros y tatengues (nenes de papá ya que los mamengues son los nenes de mamá) no sólo divide aguas sociales —aunque cada vez menos- sino que brinda la identidad inaugural que te acompañará por el resto de tu vida.

La pasión sólo puede nacer de algún tipo de encrucijada y enfrentamiento. Caso contrario será otra cosa, y no hay tu tía.
Cada día, en el barrio, la escuela, la familia, el trabajo… en la vida; cada día, esta identidad vendrá en tu auxilio, y a su vez pedirá lealtad.

No se cambia nunca esto.

Está escrito a fuego en los pliegues de tu mano. Y no mutará ni aun cuando un pariente te lleve a la Avenida a ver la final contra River en el ‘79 y te corrompa con una pizza y la coca en Bar El Parque.

Serás de Colón toda vez que la ocasión lo requiera, y eso retroalimenta con el flujo sanguíneo, y no hay forma de explicarlo. Lo será, aun cuando con los años empiezas a ver el mundo como un antropólogo, con la lamentable equidistancia y cobardía que enfría sentimientos.

Gracias a Dios nací en el Centenario, y eso me salva. En toda la dimensión del concepto.

Origen

Gracias a Dios nací en el Centenario. En Fray M. Pérez al 400. A dos cuadras de la casa natal de Pedro Pablo Pasculli, a la vuelta de la ochava donde salió siempre a tomar aire fresco a la vereda Demetrio Ploto Gómez (el que le hizo el gol al Santos de Pelé, por si la memoria le falla o desconoce el dato) y frente a la casa de Emilio Helguero, el socio de Amílcar Brusca que hacía un círculo en la vereda de tierra con una rama para que un tal Carlos Monzón girara con la guardia alta mientras tiraba piñas al aire como buscando el ticket de un avión a Roma y el mentón de Nino Benvenutti.

Mi infancia fue en fulbito en calles de tierra, cunetas y anguilas. A un par de cuadras de la cancha.

En Colón aprendí a nadar en su pileta de 50 metros, a jugar al ping pong con Miguel del Sel y Dady Brieva, a perderme en larguiruchas escondidas en la terraza y a descolgarme por el portón de rejas de calle Rodríguez Peña para dejarme deslumbrar por el equipo mágico de los ´80 del Cholo Mendoza y Carlucho Verga, mi querido tío, genio y figura, orgullosamente atorrante, que se fue hace un puñado de meses.

En Colón pateé mis primeras pelotas, me escapaba de mi vieja y mis abuelos en las noches de viernes al baile de cumbia en el espacio que ocupa hoy el gimnasio cubierto y donde un grupo apenas llamado Los Palmeras tiraba al aire los primeros acordes.

Los lunes nos hacíamos la rata de la Escuela San Cayetano y descolgábamos los tapiales para caer bajo las viejas tribunas de madera y dejar el tiempo encontrando relojes, billeteras, y cadenitas que caían de los distraídos bolsillos de los caballeros o carteras de las damas del día anterior.

Escapar del “Manco” que nos sacaba carpiendo era el segundo momento de la aventura.

Y alguna vez, con 16 años calcé en la piel esa camiseta y pude soñar ser el ombligo de ese mundo verde y rectangular, y que el destino tenía preparada para mí una tarde de gloria. Conocí y viví ese mundo desde sus entrañas, en un equipo que perdió las mantras una tarde julio de 1989 en el Centenario. No cabía un alma en las gradas y el ruido y los saltos hacían palpitar el césped.

Así se siente el centenario atiborrado como un colectivo de línea en hora pico. Lo supe tristemente esa siesta de julio en el partido de reserva y con dos goles mano a mano, casi calcados, aunque no alcanzó para el relato de Walter Saavedra.

Todo eso va amasando una identidad que te atraviesa visceralmente y que se combina en un inasible sincretismo en las míticas tardes del ascenso.

En esa vieja cancha ganábamos el sol en las frías tardes donde gambeteaba la Chiva Di Meola o el Mono Olivares; la magia de Cococho, la endiablada de Saldaño y tantos otros que la injusticia literaria omite en estas líneas.

Hasta allí llegábamos con Rubén Strina, sacerdote sanjustino que aseguraba que Dios era, antes que nada, benefactor del sabalero. Ese curita de ojos verdes oceánicos y sonrisa pueblerina te pedía en la cancha que putearas al árbitro de viva voz y en su nombre.

Suspiraba como en un orgasmo infernal y te decía tocándote el hombro: “Gracias Amigo, pero la próxima vez putéalo un poquito más, que yo no puedo”.

Dolores

En el barrio se sufre todo distinto con Colón. Es como si el umbral fuera más bajo, y hasta el más nimio de los cachetazos te
manda a la lona. Así fue cuando los equipos se desdibujaron en estrategia y perdieron el fuego sagrado para caer en la B.

Así fueron los dolores con el penal de Adolfino Cañete en el Chateau Carreras con 30 mil almas volviendo cabizbajas de regreso de Córdoba, y que inmortalizó en su violín Ramiro Gallo. El eximio músico, nacido en el límite, con los vientos del barrio Centenario llegando como una musa le puso música al dolor; sin soslayar las más de 40 mil que viajamos a Asunción hace nada, y hace tanto. Lamentablemente el espacio se sigue midiendo con el tiempo.

Esos dolores laceraron las historias del alma de cada sabalero, pero no los mataron, y por tanto se convirtieron en una fortaleza social amorfa, desordenada, anárquica, pero tan vigorosa e incontenible como la pócima mágica del escuálido ejército galo de Asterix.

La gloria no está en una estrella. Ni una constelación podrá suplir la historia de vida de cada sabalero del barrio Centenario. Ser de Colón es templar en la adversidad la daga de la esperanza, parafraseando a Ingenieros.

El día me trae a la memoria la imagen de miles de albañiles, changarines, pescadores volviendo un domingo con la caída del sol tras una derrota del Sabalero en el Cementerio de los Elefantes, y es una pintura mojada de un domingo peronista.

Por eso colón no es épica ni magia. Más bien parece una tragedia griega a la que un dios menor se infiltró en su sueño para escribir un nuevo final, una tardecita de cielo herrumbrado, al pie sanjuanino de la cordillera de Los Andes.

Nada más que 116 años debió esperar esta idea para acometer, con fútbol y certezas, este impensado preludio a la inmortalidad.

Porque ya nada será igual en una ciudad asimétrica. Colón le ha corrido un metro a la dicotomía y se conmovieron las partes descubriendo nuevos límites.

De algún modo ganó la carrera espacial y puso el primer pie en el Olimpo. Eso es inescrutable.

Y es entonces que haber nacido en el barrio Centenario es contar con el valor extra de ser abrazado por el susurro de una brisa novedosa.

De adolescente, un viejo compañero y amigo me espetaba una frase tan lacónica como vejatoria: “No hay negro que no sea fantástico”. Y lo decía cada vez que me presentaba como hijo del barrio Centenario.

Es que adjuro de cualquier sentido común y realidad —ahora más que nunca- para decir que ser del Centenario es como ser de San Telmo, el SoHo, de Nueva York; el Piccadilly Circus, en Londres; Miraflores en Lima o Montparnasse en París, por nombrar sólo algunos de los barrios que trascienden a las ciudades que lo contienen, y en muchos casos las proyectan y elevan como un barrilete.

Y este viernes 4, cuando la noche surcaba su vuelta imantada buscando su cenit por los canteros de la avenida J. J. Paso, se consolidó la metáfora que ya nadie desconoce: el barrio Centenario tiene su origen y destino atados a los de Colón.

Y su gente lo sabe. Lo supo ese viernes. Las lágrimas lo validan y convalidan. Y yo volví a mi barrio para vivirlo en primera persona y en carne propia ese mismo día, a pesar del miedo al conjuro, al fracaso.

No es el mismo, claro. Colón debía salir a la calle con sus brazos cargados de justicia porque ambos se lo merecían.

Yo sólo lo digo para provocar, como un juego de palabras, pero es cierto que ya nadie me lo va a quitar ahora.

No hubo esquirlas de soberbia para anteponer en la derrota, no la habrá ahora cuando la victoria blande la garganta con la voz en cuello. Sí habrá, y perdón por eso, cierta jactancia de la identidad que se entrelaza con el placer de ser testigo de un juego intenso y demoledor. Cuesta imaginar esto en un mundo tan competitivo, donde todo es líquido y efímero.

Ojalá hubiese estado yo en ese equipo y vivir esa gloria; y me imagino cuando un periodista me pregunte en quién pienso en este momento tan especial mencionaría antes que a nadie a los negros del Centenario.

Esos que sostienen la mística con el cuerpo y el alma. Esos que, con lágrimas en los ojos, entendieron que la historia, a pesar de todo, les tenían preparado un leve susurro en el oído y una inolvidable palabra de amor.

(*) Ex futbolista / Periodista

Lic. en Comunicación Social

Ex director periodístico de

El Diario de Entre Ríos

Editor responsable de www.dosflorines.com.ar

Responsable de Comunicación y RRII del Paraná Rowing Club.


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