Ícono de la danza clásica

Una vida en puntas de pie

Carmenza Miqueo fue bailarina y docente de danzas clásicas, en la ciudad de La Paz. Conocida por todos los paceños, Carmenza fue, es y será una referencia absoluta en el arte de bailar y enseñar a hacerlo. Su sobrenombre es sinónimo de ballet.
15-04-2021 | 19:46 |

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La academia de danzas que dirigió Carmenza, durante 55 años ininterrumpidos. Foto: Melisa Curá




Conrado Berón
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María del Carmen Miqueo, conocida como Carmenza, nació en La Paz, el 25 de julio de 1943. Con 4 o 5 años tomaba clases con una profesora de danza llamada Bélgica Cabrera, quien llegaba a La Paz una vez por semana.

Con una memoria inigualable, recuerda el nombre de su primera obra en el escenario: Czardas de Monti, y con seis años, tuvo que bailarla tres veces a pedido del público que la aclamaba, recuerda.

Realizó sus estudios primarios y secundarios en la Escuela Modelo y en el Colegio Mercedario, pero a los 13 años se fue a vivir a la casa de una tía de Concordia, ya que su profesora no viajaba más a La Paz.

Dos años después, Carmenza recaló en Buenos Aires para continuar con sus estudios de danzas junto a la profesora Ekaterina de Galantha, quien pertenecía a la compañía de Anna Pavlova (primera bailarina rusa de finales del siglo XIX y principios del XX, una de las principales artistas del Ballet Imperial Ruso y de los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev).

Allí se quedó hasta los 20 años, momento en que regresó a su ciudad natal para instalar su propia academia de danzas, la que dirigió durante 55 años ininterrumpidos, hasta 2018.

Recuerdos

MIRADOR ENTRE RÍOS dialogó con la protagonista de esta apasionante historia. Su memoria, su forma de decir las cosas y su manera de ser, hicieron que esta entrevista sea un desafío y un verdadero placer para quien la escribe.

–¿Qué recuerdos tenés de tus inicios como bailarina?

–Los recuerdos más fuertes de mis comienzos se remontan a mi etapa en Buenos aires, donde bailábamos en la televisión, que en esa época era todo un logro, además en el viejo teatro El Globo o el Teatro Ideal.
Las clases eran diarias y duraban 90 minutos, luego me iba a ensayar con otros profesores. La mayoría rusos y de muy buen nivel.

–¿Cuándo y cómo se despertó tu vocación por enseñar la danza?

–Se despierta cuando una conocida de mi familia me pide que le enseñe a bailar a su hija, comencé con ella y tres amigas, pero ese primer año lo terminé con 70 alumnas. Desde allí, todos los años realizábamos una demostración anual de todo lo aprendido llenando cualquier lugar en el que la hacíamos.

–¿Siempre fue tu medio de vida?

–Si, sin dudas, siempre enseñe danzas, incluso en una época, además de la Paz, enseñé en Esquina (Corrientes), donde iba dos veces por semana, eso lo hice durante cinco años, luego le dejé esa academia a una alumna que ya se había recibido como profesora.

–¿Fue cambiando algo con el correr de los años en relación a las alumnas?

–Con el tiempo fui cambiando mi rama dentro de la enseñanza, ya que todos los años iba a tomar cursos a Buenos Aires para perfeccionarme en técnica, además traía profesores a la ciudad para que mis alumnas aprendan. Incluso les recomendaba que viajen ellas mismas a capacitarse a otros lugares.

–¿Cómo era la relación con los padres de las alumnas?

–Era muy buena, todos los años con las promociones que se recibían de profesoras, nos juntábamos en una hermosa fiesta de recepción, donde compartíamos con todas sus familias y allegados. Tenía con los padres una relación familiarmente buena.

Al Colón

–¿Qué era lo mejor y que lo peor de dar clases de ballet?

–Lo mejor de todos esos años era el resultado final de lo enseñado cada año, eran meses muy intensos y de mucho trabajo, entonces era muy satisfactorio verlas demostrar todo lo que habían aprendido y se habían superado. No era fácil vencer el miedo a subirse a las puntas, a girar, a hacer cosas que en algún momento parecían imposibles. Recuerdo que también tuve varones, pocos, pero fueron muy buenos.

Y lo peor eran los ensayos, sobre todo cuando eran los sábados a la mañana temprano, o a veces los domingos, cuando las adolescentes luego de ir a las fiestas o a los boliches, tenían que ir a ensayar; sus caras lo decían todo (risas).

–¿Te sentís valorada por La Paz?

–La verdad que sí, siempre me sentí querida y respetada, fui convocada a cuanto evento se hacía, en escuelas, maratones de pesca, festivales, lo que se te ocurra. Incluso tuve un grupo de folclore que realizaba presentaciones en el conocido festival llamado “Cuando el Pago se Hace Canto”, y que luego fusionamos con otro grupo de Buenos Aires, que pertenecía a un profesor amigo y con ellos ganamos durante tres años seguidos un premio a nivel nacional.

–¿Te quedó un sueño pendiente?

–Lo único que me quedó pendiente, fue ver bailar a una de mis alumnas en el Teatro Colón, hubo tres chicas que fueron admitidas, pero luego no continuaron con la carrera. Por distintos motivos y exigencias, ya que seguir esta carrera en ese nivel traía aparejado que la familia se tenía que mudar prácticamente a Buenos Aires, con todo lo que eso implicaba. Pero más allá de eso, pude llevar a muchas alumnas a ver ballet al Colón, e inclusive muchas de ellas iban por primera vez a Buenos Aires, con todo lo que eso implica. Incluso en lo personal tuve la satisfacción de viajar por el mundo viendo esto que tanto me apasiona, vi mucho ballet y conocí muchos de los teatros míticos, incluido el más representativo de todos que es el Bolshói, en Moscú.

–¿Qué mensaje le darías a los futuros bailarines y a sus padres?

–El mensaje es simple, cuando un niño o niña se inclina por la carrera de la danza tienen que saber que es algo muy serio y sacrificado, no es solo mover la cola, es estudiar, sacrificarse y no solo para la alumna o el alumno, sino también para la familia, que los tiene que acompañar en todo desde el primer día. Se trata de amar lo que se hace.

La familia

Carmenza tuvo tres hijos junto a su marido Valentín Martínez, quien falleció en 2002: María Luz, Valentino y Magdalena fueron testigos desde que nacieron del amor de su mamá por bailar y enseñar.

MIRADOR ENTRE RÍOS, se comunicó con “Magda”, la hija menor, que vive en México con su familia y desde allí respondió algunas preguntas relacionadas a su mamá y a la danza, arte que ella también lleva en la sangre.

–¿Cómo fue ser hija de “la profe de danza” de la ciudad?

–Ser hija de “la” profe de danzas creo que fue más fácil que ser hija de “una” profe de danzas. Y eso lo entendí más al crecer. No sentía presión por ese rol ni las expectativas que muchas veces les cargan a los “hijos de” cuando hacen algo relacionado a la actividad de sus padres.

En realidad, que mi mamá fuera conocida, querida y reconocida en mi comunidad, es algo que siempre me gustó. Me sentía bien cuando me ubicaban como “la hija de Carmenza”.

–¿Podían separar los roles de mama-profesora e hija-alumna?

–Como mamá, fue la mejor maestra; aunque no sé si como hija fui la mejor alumna. No fue fácil, no es fácil imagino. Estoy segura de que ambas lo intentamos, pero ese vínculo es muy fuerte y los roles se mezclan.

Lo que creo es que cuando dejó de ser mi maestra y yo seguía bailando, nos relajamos un poco más las dos. Y ese orgullo de los padres cuando vemos a nuestros hijos hacer algo (que siempre estuvo, pero los primeros años se mezclaba con la mirada de la profesora) lo sentí más presente y pude disfrutarlo mucho más.

–¿Qué era lo mejor de tu mamá cómo profesora?

-Hay muchas cosas de mamá que rescato al enseñar. No rendirse nunca con nadie, la generosidad para compartir todo lo que sabe y darle lugar a sus alumnos cuando fueron creciendo y a sus pares, la humildad de seguir aprendiendo siempre y permitirse ver e intentar cosas nuevas y diferentes a lo que hacía, el traernos todo el tiempo maestros de afuera, para seguir aprendiendo con nosotros. La confianza que enseguida le tenían sus alumnos, eso es algo que se gana con acciones. Además la energía con la que siempre impulsó proyectos relacionados con el arte.

–¿Era una responsabilidad a la hora de bailar, ser hija de Carmenza?

–No lo sentí como un peso por ser su hija. Me gustaba entrenar hasta que más o menos lograba lo que me proponían, pero eso es algo que aprendí como alumna de Carmenza. El “no lo he logrado aún” que sustituía el “no puedo” (cuando alguien decía lo segundo, siempre nos repetía lo primero) era el motor que nos impulsaba a todos los que pasábamos un tiempo o muchos años en la academia.
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