Literatura en Rosario

Se presentó una nueva novela de María Angélica Scotti

La autora, de importante trayectoria, presentó su último libro, “El pasajero del sueño”, novela epistolar situada en los años ’30 y publicada en Rosario por la editorial Ramos Generales.
10-09-2021 | 18:43 |

Foto:Gentileza.
Lucía Dozo


María Angélica Scotti nació en Buenos Aires en 1945. Estudió Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde también ejerció la docencia. A partir de 1976 residió en distintos lugares del interior del país y, desde 1988, en Rosario. Se dedicó al periodismo cultural y a la coordinación de talleres de escritura, además de publicar estudios críticos sobre literatura argentina y latinoamericana. Escribió las siguientes novelas, muchas de ellas distinguidas por premios importantes: “Buenos augurios” (Premio Fundación Konex-Fondo Nacional de las Artes, 1985), “Señales del cielo” (Premio Alcides Greca - Santa Fe, 1994), “Diario de ilusiones y naufragios” (Premio Emecé 1995/96, Primer Premio Municipal de Buenos Aires y Segundo Premio Regional de la Secretaría de Cultura de la Nación) y “Las orillas del fuego” (2006). Publicó, además, el libro de testimonios de vida de viejos pobladores “Las voces de la memoria” (1997).

Recientemente presentó una nueva novela, “El pasajero del sueño”, publicada por la editorial rosarina Ramos Generales. Se trata de una novela epistolar situada en los años ’30. Las cartas alternan con pasajes de un diario personal que cuentan los avatares de la “educación sentimental” de Hebe, una joven egresada de la carrera de Letras, perteneciente a una tradicional familia del norte argentino. La protagonista emprende una aventura original al viajar a una isla desconocida del Pacífico junto a un antropólogo para realizar un trabajo de campo con los nativos y escribir una historia de la antropología. En el lugar, ambos personajes se enfrentan al enigma que representa una especie de héroe mítico de la comunidad. En diálogo con Mirador Provincial, Scotti hace un repaso de su carrera como narradora y reflexiona sobre la pertenencia a una generación literaria.

-¿Cómo fue el derrotero desde tu Buenos Aires natal hasta Rosario?
-Fue un derrotero bastante largo. Para abarcarlo sería conveniente trazar una línea divisoria entre la “prehistoria” de mi vida porteña (más o menos similar a la de cualquier chica de clase media que ansiaba ser escritora) y la “historia propiamente dicha” que transcurre en el interior del país, en nuestro Litoral. Nací en Buenos Aires en 1945 y viví allí hasta 1976, con un intermedio de unos 12 años en el pueblo suburbano de Ituzaingó. Mis padres (ella, profesora de inglés; él, oficinista) quisieron prodigarnos a mi hermana y a mí, siendo niñas, una vida libre y sencilla, sin las estrecheces de un departamento. Yo comencé a escribir en la escuela primaria, convencida de que mi destino era ser escritora. Mis padres, y en especial mi madre, apoyaban y acompañaban mi deseo o vocación. Volvimos a la ciudad en 1960 y, a la par de la escuela secundaria, asistí durante dos años a un instituto de formación para escritores y periodistas, el Grafotécnico, un antecedente temprano de los talleres literarios. Después vino la Facultad de Filosofía y Letras (en la UBA, 1963) donde me recibí de profesora y llegué a trabajar como ayudante de cátedra en Griego. Mi vida tomó un rumbo distinto a partir de 1971 cuando conocí al dramaturgo Walter Operto (con quien formó una familia compuesta por cuatro hijos). Este sería el comienzo de la “historia propiamente dicha” que me llevó a insertarme y escribir sobre el interior profundo. Digo que mi vida y mi escritura cambiaron en el ’71 porque con Walter -nacido en un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe- se me abrió una nueva mirada hacia el país, hacia las provincias que yo ignoraba. Hasta entonces escribía cuentos insustanciales, carentes de meollo, que giraban alrededor de mis estados subjetivos. Cuando conocí el pueblo de Walter, San Mariano, en el departamento Las Colonias, quedé fascinada con los aconteceres de gringos y criollos y estancieros que reflejaban, en escala reducida, la “historia grande” del país.

Empecé a entrevistar a los habitantes más viejos para recoger el pasado de la comunidad, y estos testimonios fueron la base de mi primera novela, “Buenos augurios”. Por entonces decidimos alejarnos de Buenos Aires, cercados por las amenazas de la dictadura militar. Fuimos a Goya (Corrientes), donde Walter creó un semanario y yo me dediqué a reunir los “Testimonios de los viejos pobladores”, una sección especial del periódico que más adelante se publicaría en forma de libro (“Las voces de la memoria”, publicado en Rosario en 1997). Al cabo de cinco años, en 1982, cruzamos el Paraná y nos radicamos en territorio santafesino: primero en la ciudad de Reconquista, donde Walter quiso fundar un diario, experiencia demasiado arriesgada que no prosperó. Tampoco pudo estrenar sus obras de teatro porque -como supimos después- había sido declarado “autor prohibido” en el Operativo Claridad, una “lista negra” fraguada por la dictadura. En cuanto a mí, terminé mi novela “Buenos augurios”, comenzada en Goya, y creé el taller literario municipal de Reconquista. De vez en vez me hacía una escapada a Buenos Aires para ver a mis padres y amigos y para documentarme en las bibliotecas sobre la conquista y colonización de Latinoamérica, la temática de mi segunda novela, “Señales del cielo”. El viaje hasta allá, la “ruta del Paraná”, me resultaba largo y agotador. Yo deseaba estar más cerca de la ciudad de Buenos Aires, aunque me consideraba una ex porteña. Acortamos la lejanía mudándonos un poco más al sur: a Santo Tomé-Santa Fe, en 1986. Allí trabajamos en situación de dependencia con respecto a la Subsecretaría de Cultura de la Provincia: yo inicié un taller de narrativa, pero sobre todo me ocupé en continuar mi novela “semieterna”, “Señales…”, que me absorbió unos 9 años entre investigación y escritura. La concluí en Rosario, adonde nos mudamos en 1988. Walter dudaba entre afincarnos en Rosario o “bajar” un tramo más, hasta Buenos Aires. Yo por mi parte dije: “Basta, aquí nos quedamos”. No quería volver definitivamente a la gran ciudad privilegiada con la que mantenía una relación de amor-odio; sí, desde luego, visitarla y disfrutarla de tanto en tanto. En Rosario, Walter se entregó casi de lleno a la actividad teatral, y yo me repartí entre la escritura de novelas, el dictado de un curso anual sobre talleres literarios y, por supuesto, los hijos, que se habían vuelto grandes e independientes en esa aventura de las cuatro mudanzas y sucesivas ciudades, y enseguida, a partir de 1990, empezaron a nacer los nietos, que son nueve en la actualidad.

-¿De qué manera influyeron los premios que obtuviste en tu carrera literaria?
-Los premios son un reconocimiento bienvenido, impulsan a escribir. Mi primera novela, “Buenos augurios”, obtuvo la única mención en el Concurso Coca-Cola en las Artes y las Ciencias 1983. La entrega de los premios se hizo, al estilo Coca-Cola, con una gran fiesta-espectáculo en el Centro Cultural San Martín de Buenos Aires: subíamos al escenario los ganadores y la sala desbordaba de público. Mi mención no incluía la publicación de la novela, de modo que la presenté en otro concurso, organizado por la Fundación Konex y el Fondo Nacional de las Artes para escritores del interior, y el jurado, compuesto por Juan José Hernández, Eduardo Gudiño Kieffer y Josefina Delgado, me concedió el premio que consistía en la edición. Guardo un recuerdo especial y emotivo de este primer libro: mi hija mayor descubrió que el padre de una amiga, en Santo Tomé, estaba leyéndolo; el ejemplar, algo deteriorado por el uso, llevaba en la portada una anotación manuscrita: “Si te gusta, pasálo”. Me dije que todo libro posee, aparte de su trayectoria comercial, una circulación secreta, casi mágica. Mi segunda novela, “Señales del cielo” (Atlántida, 1994), recibió el premio “Alcides Greca” de la provincia de Santa Fe, compartido con Carlos Bernatek. Mi tercera novela, “Diario de ilusiones y naufragios” (la que más quiero) alcanzó bastante difusión gracias a que ganó el Premio Emecé 1995/96. Integraban el jurado Ana María Shua, César Aira y Gudiño Kieffer. Poco después, esa novela cosechó dos premios más: el Primer Premio Municipal de Buenos Aires 1999 y el Segundo Premio Regional de la Secretaría de Cultura de la Nación. Y ahí se acabaron mis premios; no los hubo para mi cuarta novela, “Las orillas del fuego” (2006), aunque tuvo buenas críticas, ni para mi libro de cuentos “Juglar” (Alción, 2015). Suelo interpretar tal asimetría de un modo medio cabalístico: el siglo XX, al que creo pertenecer, me concedió una buena racha; el XXI, que me resulta ajeno, extraño, no me ha sido propicio. La agente literaria alemana Ray-Güde Mertin me confirmó, sin saberlo, esta hipótesis: cuando en la Feria de Fráncfort 2003 presentó con mucho entusiasmo mis novelas “Señales…” y “Diario…”, pero no obtuvo la respuesta esperada de los editores europeos, me tendió la siguiente explicación: “Tuvimos mala suerte”. “El aciago siglo XXI”, asentí yo.

-Tu última novela es “El pasajero del sueño”, ¿qué nos podés contar sobre este trabajo?
-A comienzos del siglo XXI, yo planeaba escribir una novela relacionada con la Antropología, una carrera que me fascinaba desde mi época de estudiante de Letras en la facultad. Entonces tenía un compañero que cursaba Historia y Antropología y siempre me comentaba que salían a hacer trabajos de campo, y yo le envidiaba esas aventuras. Lo primero que escribí fue la sección llamada “Aventuras y desventuras de la Antropología”, para lo cual me documenté minuciosamente en bibliotecas. Y alterné estos episodios con los amores de Hebe e Ignacio, que transcurren en Buenos Aires en 1930. Comparando con mis cuatro novelas anteriores, “El pasajero…” me requirió corto tiempo de escritura: poco más de un año. Y creí que, por ser mi novela más “ligera” (aunque con cierto meollo en lo relativo al personaje del Soñador), me resultaría fácil publicarla. Pero no fue así. En las editoriales porteñas cosechó elogios, pero ninguna se decidió a publicarla porque -supongo- no respondía a los géneros de moda, como el policial, por ejemplo. Lo que comprobé en esas errancias editoriales fue que la novela tenía mejor acogida entre las mujeres que entre los varones, por tratarse
de un texto con aristas femeninas.

-¿Te sentís parte de una generación literaria?
-Por mi edad y mi formación literaria pertenezco a la década del ’60, en que conocí a futuros escritores como Jorge Carnevale y Leonor Calvera en el Instituto Grafotécnico, en Buenos Aires. Allí también estudiaba, aunque en la carrera de periodismo, un jovencísimo Miguel Briante y con él nos reuníamos en un bar aledaño para compartir nuestros escritos e inquietudes. Algunos de los profesores del instituto fueron María Esther de Miguel (que me estimuló a lo largo de mi trayectoria literaria), Raúl Burzaco y Antonio Requeni. En la facultad, durante la misma década, tuve dos grandes profesores, Enrique Pezzoni y el doctor Schlesinger, en Griego. Allí alterné con compañeros como Adela Basch, Martín Yriart, Ema Wolf, Juan Sasturain, Estela dos Santos, Jorge Polaco (que sería cineasta), Lita Stantic, Jorge Panesi, Alicia Entel, Juan Carlos Martini Real, María Kodama, entre los más renombrados. También estaban en Letras por entonces Eduardo Romano, Beatriz Sarlo, Ricardo Monti, Osvaldo Pellettieri. En la facultad no se incentivaba la escritura de ficción, pero en una oportunidad, en 1965, se organizó en el aula magna una lectura de cuentos donde participé junto a otros principiantes. En cuanto a mis libros, no responden, creo, a ninguna generación: empecé a publicar en los años ’80. En Rosario, las escritoras más cercanas a mí, aunque diferimos respecto a la escritura, han sido Gloria Lenardón, Delia Crochet (ya fallecida) y María Margarita Guspí, que es, desde hace tiempo, la “fiel lectora de mis manuscritos” como figura en la dedicatoria de “El pasajero del sueño”.



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