
La mirada llorosa se va desplazando por esa enorme geografía del Lusail. El griterío es ensordecedor. Los jugadores corren, se abrazan, festejan. Hicieron los que otros no hicieron para alcanzar la gloria que otros no pudieron. Pero no lo hicieron sólo por ellos. Lo hicieron por la gente, por la camiseta, por Messi, por la historia del fútbol argentino, por cada niño, por cada potrero, por cada gambeta y por cada anónimo que todos los días se despierta a las 5 de la mañana para traerle el pan a su familia.
Veo a mi alrededor y todos lloran. Lloramos. Nos imaginamos cada rincón de la Argentina, cada pedacito de nuestro suelo, y también alzamos la vista al cielo y vemos la imagen de cada soldado de Malvinas, de esas Malvinas que “la banda loca de la Argentina nunca se olvida…”.
Lo veo a Messi disfrutando como ese chico al que le hicieron el regalo más querido: el de la pelota de fútbol. El tenía todo, pero le faltaba algo y siempre supo que era lo más importante. Creíamos que había llegado a la gloria con sus siete balones de oro, con el reconocimiento unánime y mundial, con los treinta y pico de títulos ganados. El no. El quería esto. El quería esa copa. El quería hacerlo con esta camiseta. El sabía que la gloria, la verdadera gloria, era lo que vino a buscar a Qatar, a los 35 años, vigente, espléndido, iluminado y ganador.
¡Argentina campeón del mundo…! La frase más linda de fútbol que se puede escribir. Sobra el resto, no se compara, no se discute. Encierra un sentimiento y es la reivindicación de tantos grandes jugadores que nos hicieron famosos y buscados por todo el mundo. Hoy el cielo debe ser una fiesta. Y si existiría una canchita, un potrero, allí estarían Di Stéfano, Sívori, Maradona y tantos fenómenos que registraron al fútbol argentino con diploma y sello de grande, y que este grupo de jugadores de Scaloni se encargaron de poner en lo más alto otra vez, como lo hicieron aquéllos héroes de Menotti y Bilardo en el 78 y el 86.
Es difícil definir esto con palabras. Difícil no, imposible. Se siente en los latidos del corazón, en los ojos llorosos de todos, en las promesas que ahora habrá que cumplir, en esos sueños que todos teníamos de llevar la tercera copa a la Argentina, en ese ratito de alegría y de gloria que disfruta un pueblo tan futbolero como sufrido. A veces, el fútbol sirve para esto. No le va a solucionar los problemas reales a la gente, pero le dará un rato de felicidad. Y ser campeones del mundo alargará ese rato y lo convertirá en eterno para esos 26 jugadores y el cuerpo técnico. Nada ni nadie podrá quitarle la gloria lograda.
“Hoy haré lo que otros no harán, para mañana conseguir lo que otros no pueden”, escribió Jerry Rice para todos los tiempos. Nunca leí una mejor definición para la palabra gloria… Lo hicieron muchachos… Lo hicieron y el agradecimiento será eterno. Este 18 de diciembre, en esta lejana Doha, apacible, amigable, ordenada y bellísima, los argentinos estamos viviendo algo que no olvidaremos por el resto de nuestros días. “Soy argentino… es un sentimiento… no puedo parar”, cantan… Cantamos… Y allá a lo lejos, en cada pueblito, en cada casa humilde, en cada niño feliz que corre detrás de una pelota, están los duendes de estos jugadores, de este viejo y querido fútbol argentino y de Diego, que desde el cielo, con Don Diego y con la Tota, estuvieron alentándolo a Lionel…
¡Argentina campeón del mundo…! La frase más linda que alguna vez escribí.
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