Legado

La historia de un héroe entrerriano

Anacleto Bernardi fue un joven nacido en la zona de San Gustavo, departamento La Paz, que ha dejado un legado muy importante en la historia naval argentina. Una vida intensa, con huellas imborrables y una muerte heroica que derivó en muchos homenajes. MIRADOR ENTRE RÍOS cuenta su historia.
10-03-2021 | 22:37 |

Busto de homenaje al Conscripto Bernardi, en el Puerto de La Paz.
Foto:Melisa Curá
Conrado Berón
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Anacleto Bernardi nació en el pueblo de San Gustavo, en el departamento La Paz, el 13 de junio de 1906. Su muerte, cuando tenía 21 años, lo convirtió en leyenda. Hoy, su apellido, precedido por el humilde grado militar de “conscripto”, es el nombre de calles de varias ciudades del país, de escuelas, bibliotecas y de un pueblo entrerriano famoso por sus peleas políticas. En su homenaje, el 25 de octubre es el Día del Conscripto Naval. En 1976, se inauguró un busto en su honor en la base naval de Puerto Belgrano.

Hasta allí, hasta Puerto Belgrano, llegó Anacleto el 8 de enero de 1927. Recorrió 1.200 kilómetros desde San Gustavo hasta la sede naval, cercana a Bahía Blanca, para incorporarse al servicio militar en la Marina. Cuentan que enseguida se destacó por ser un excelente nadador, cualidad que había conseguido casi por costumbre en las aguas del río Paraná. Cuentan también que en su desempeño en la conscripción fue tan bueno que mereció el premio que tanto esperaba: una vuelta al mundo como uno de los 40 cadetes de la fragata Sarmiento, el buque escuela argentino que durante 150 años recorrió los puertos del país y del planeta.

Se embarcó en la Sarmiento expectante por recorrer sus 85 metros y medio de eslora y los 13,32 de manga; hacer funcionar las 21 velas de 24.000 pies cuadrados de superficie, más 12 velas suplementarias de 6.000 pies cuadrados más, sostenidas por tres palos desde una altura máxima de 54 metros. Y ávido por recorrer las costas del Mediterráneo; España, Francia, Grecia y la tierra de sus padres, Italia, desde donde habían partido a principios del siglo XX para recalar en las cuchillas entrerrianas.

El barco navegó a una velocidad máxima de 13 nudos, o lo que es lo mismo, a una milla náutica por hora, o 1.852 metros por hora. El viaje se le hizo largo al joven Bernardi. Mucho frío, mucho viento y mucho océano. También muchas bacterias conviviendo con la tripulación en alta mar. Una tos molesta que apareció al principio ya se le había convertido en un fuerte dolor en el pecho que no le dejaba respirar, cuando todavía no habían arribado a Italia. A bordo le diagnosticaron pulmonía, le recomendaron descanso y, en lo posible, volverse a casa.

Destino trágico

Al llegar al puerto de Génova, el capitán de la fragata encontró la oportunidad de desprenderse del enfermo: el Principessa Mafalda estaba a punto de partir rumbo a Buenos Aires. Enseguida lo cambiaron de buque, con el cabo artillero Juan Santoro designado para cuidarlo, y le prometieron que llegaría rápido a destino, porque el buque de lujo italiano podía navegar a 18 nudos y estar anclando en el Río de la Plata en sólo dos semanas. Zarparon el 11 de octubre de 1927. El entrerriano había oído hablar de lo que era la nave de su tiempo. Hacía recordar al Titanic, y el destino le había preparado el mismo trágico final. Construida en 1908 y botada en Nápoles en abril del año siguiente, homenajeaba con su nombre a la princesa italiana Mafalda de Saboya, hija del rey Víctor Manuel III y de la reina Elena. Pertenecía a la Navegazione Generale Italiana Societá Riunite Florio & Rubatino y en octubre de 1927 cumplía su nonagésima travesía entre Génova, Barcelona, Río de Janeiro, Santos, Montevideo y Buenos Aires. Un año antes, Carlos Gardel había sido uno de sus ilustres pasajeros en un viaje a España. Pesaba 9.210 toneladas y medía 485 pies de eslora y 55 de manga.

El comandante Simón Gulli se opuso a partir de Génova aquel martes 11, porque conocía que las máquinas ya no respondían como debían. Pero la nave zarpó de todos modos. Hizo escala en Barcelona, en Dakkar (Senegal) y en las islas Canarias. A los pocos días de navegación comenzó a correr el rumor de que algo andaba mal. El domingo el barco se detuvo en alta mar, sin que nadie pudiera explicar las causas. El miércoles se paró de nuevo y comenzó a andar con una sola hélice.

Salvataje

Los problemas siguieron hasta que el martes siguiente, mientras la orquesta tocaba en uno de los salones de fumar, se oyeron cuatro estruendos, seguidos de otro aún más fuerte, y el Mafalda vibró. Sonó el clarín de alerta. “¡Pónganse los salvavidas! ¡A los botes! ¡Hay peligro de naufragio!”, gritó alguien. La causa del accidente: se desprendió la única hélice en funcionamiento y abrió una profunda grieta. En instantes, el agua comenzó a esparcirse por todos lados. Habían pasado pocos minutos de las 17.

A través del tiempo perduró este diálogo:

-El barco se hunde, Anacleto. Yo diría que vayas buscando un bote -dijo Santoro.

-Y usted, ¿qué piensa hacer? -preguntó Bernardi, tosiendo.

-Yo voy a ponerme a las órdenes del capitán para colaborar con el salvataje.

El entrerriano miró a su superior. Carraspeó.

-Yo tampoco me embarco.

En medio de la oscuridad y el pánico que reinaban en el interior del buque, los dos recorrieron los camarotes vela en mano y llevaron a la gente, desconcertada, a cubierta. Los botes salvavidas se llenaban de mujeres y niños. Muchos se arrojaban al agua, desesperados, y desaparecían. Otros elegían dispararse un balazo en la frente. La leyenda dice que Santoro y Bernardi salvaron a numerosas familias llevándolas, a nado, hasta la costa del sur de Brasil. Pero difícilmente eso haya sucedido así, porque el barco se hundió a 85 millas de la orilla, es decir, a 157 kilómetros. Otra versión, más verosímil, dice que ambos se arrojaron al mar recién cuando ya no quedaban pasajeros a bordo, porque habían decidido ser los últimos en ponerse a salvo.

La muerte del paceño

Según la leyenda, Anacleto Bernardi entregó su cinturón de corcho a Giovanni Fasanno, un anciano que vacilaba en la cubierta del Mafalda, porque no sabía nadar. Luego volvió a toser y se arrojó al mar junto con Juan Santoro. Permanecieron media hora aferrados a una escala de desembarco. Después empezaron a nadar hacia el Mosela, que estaba a un kilómetro de distancia.
Santoro relataría luego en su diario: “Nadábamos afanosamente. Bernardi iba a mi derecha, un poco retrasado. Llevaríamos ya unos 100 metros de travesía cuando los gritos escalofriantes, los gritos de un ser que se siente mordido y arrastrado hacia el fondo, dominaron un momento el rumor de las olas que se repitieron varias veces, cada vez más extraños y cada vez más patéticos. ¡Tiburones! ¡Son tiburones! No tuve tiempo de recapacitar. Sentí algo que me arrastraba también a mí hacia el fondo del abismo. Empecé a tragar agua y creo que perdí la noción de las cosas. Tuve la sensación de apretar una masa viscosa que se escapaba de mis brazos, cada vez más inertes. Después, aquello que me llevaba hasta el fondo, desapareció. Mis brazos volvieron a ser livianos. Ascendí cuatro, cinco metros. En la superficie aspiré una bocanada de aire que me dolió en los pulmones. Grité: ¡Bernardi! ¡Bernardi! Nadie me respondió. Estaba solo entre tinieblas. Bernardi había sido devorado por un tiburón”.

Un hogar

Años después, el diario La Razón, de Buenos Aires, comenzó una campaña para juntar fondos con el fin de ayudar a la familia del joven héroe. De esa colecta salieron los fondos para construir la casa para la familia, que en la actualidad alberga al Hogar de Niños Conscripto Anacleto Bernardi, de La Paz. Allí vivieron sus padres por un tiempo pero no se hallaron a la ciudad, por lo que volvieron a su San Gustavo natal.
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