Foto:Archivo.
Tengo el recuerdo intacto de aquél 18 de diciembre. Empiezo contando una anécdota: parábamos en un departamento ubicado sobre un bulevar muy pintoresco en pleno Pearl Qatar, ornamentado ciento por ciento bien futbolero, ideal para la ocasión. Después del primer partido que perdimos con Arabia Saudita, al día siguiente, colgaron banderas en los postes de iluminación. La de Argentina estaba bien enfrente de nuestro balcón. Cada día, al despertarnos, era lo primero que veíamos: la celeste y blanca flameando ante nuestros ojos. ¿Casualidad o premonición?. No pasó desapercibido el detalle. La mirábamos a esa bandera, alta en el cielo, en cada partido de la selección, al ir hacia el estadio, encomendándonos a ella. Y ese domingo radiante del 18 de diciembre estaba más bella y radiante que nunca, ya en vuelo triunfal.
Tengo también el recuerdo intacto de la fiesta previa en Lusail que arrancó desde muy temprano. “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar, quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial…”, sonaba en esa calle colmada de encanto y colorido que se llenaba de calor y euforia en cada partido que la selección jugaba en Lusail. Confieso que no había distinciones de nacionalidad al momento de elegir a la selección argentina (o mejor dicho, a Messi) para demostrar predilecciones. Ver hombres, mujeres, adolescentes, niños con la camiseta celeste y blanca no implicaba necesariamente que sean argentinos. De Bangladesh, de Qatar, de Irak, de Arabia o de dónde fuera, todos íbamos detrás de una ilusión que nos iba a tocar más de cerca a los que nacimos aquí, pero que iba a poner contento y despertaría festejos en muchísimos y recónditos rincones del planeta.
Parecía que todo cerraba, que ese 18 de diciembre en la lejana Doha era “el día” y que ya no había lugar para decepciones. Messi lo sabía más que ninguno. En su historia personal quedaban esas tres finales de Copa América perdidas y la del mundo que se nos escapó en el Maracaná, luego de haber jugado un gran partido ante los alemanes. Recuerdo en ese estacionamiento semi oscuro del estadio de New Jersey, en 2016, cuando Messi decía “basta, hasta acá llegué, esto no es para mí” luego de haber perdido la segunda final de la Copa América, consecutiva, ante los chilenos. Ni él se creyó aquella “renuncia”. Luchó como un grande, sabiendo que sólo es derrotado el que afloja, el que abandona, el que se cae y no se levanta. Insistió, persistió y resistió. Siguió buscando la gloria a pesar de todo, con más para perder que para ganar, soportando críticas –algunas hirientes- que hasta iban en contra de su propia esencia, que era la de no parar hasta ganar algo con la camiseta de su país. El destino le tenía reservada la gloria absoluta: campeón de la Copa América en el mismísimo Maracaná y ganándole a Brasil en su país; y campeón del mundo en Qatar, a sus 35 años y luego de haber pulverizado todos los records posibles, los nacionales y los mundiales.
Todavía da vueltas en mi cabeza esa final formidable, la mejor de la historia de los mundiales. En el momento en el que no sólo ganábamos 2 a 0 sino que lo hacíamos con autoridad, toqueteo y precisión, se despertó Francia y en un abrir y cerrar de ojos estábamos 2 a 2. Como ante Países Bajos, el golpe duro se asimiló y el suplementario fue infartante. Gol de Messi y ese infierno moreno llamado Mbappé (¡tremendo jugador!) pusieron el 3 a 3. Apareció Dibu Martínez (¡arquerazo!) para tapar una pelota casi imposible en el final de los 120 minutos y luego los penales y la gloria. Argentina campeón del mundo. Tan lejos, tan emocionante, tan increíble y tan justo también.
Todo lo que pasó después en Lusail fue como estar en el mejor de los sueños, pero viviéndolo sin pellizcarse porque era una realidad. El beso de Messi a la copa, Lusail a oscuras con los haces de luces brindando una imagen dantesca e increíble, los miles y miles de argentinos gritando y llorando a más no poder, Infantino y el emir entregándole la copa al “10”, él y su cara de felicidad, sus pasos gloriosos en búsqueda de sus compañeros y a levantar el trofeo por el que era capaz de entregar y resignar todo, como cuando cantaba con fuerza el “o juremos con gloria morir…” de nuestro hermoso himno. ¡Y vaya si le tocará morir con gloria a Messi! ¡Gloria eterna, como la de Diego!
Para el final, me reservo una frase que no me pertenece pero que la tomo y la rubrico como propia. Pertenezco a las dichosas generaciones que vieron a los dos mejores jugadores de la historia, levantar la copa más deseada del planeta. Y podré decir, por siempre y para siempre, que ellos dos fueron campeones del mundo poniéndose, con orgullo, la camiseta del país en el que nací.
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