VÍCTOR LUDI
[email protected] Las rachas tarde o temprano se cortan. Sean buenas o malas, sin importar el ámbito. Y como el fútbol es parte de nuestra vida, no está excluido. Cuando estas rachas son adversas, poder cortarlas significan un alivio total, un desahogo, que potencian aún más la alegría del logro alcanzado. Ningún hincha de Racing podrá olvidar la emoción que sintió a finales de 2001, cuando la Academia acabó con una sequía de 35 años sin títulos a nivel local, siendo este quizá el ejemplo más emblemático. Aunque también vivieron cuestiones similares los simpatizantes de San Lorenzo (en 1995, luego de 24 años sin salir campeón), los de River (en 1975, tras 18) o, viniéndonos más cerca, los de Patronato (en 2008, luego de ponerle punto final a 30 años sin ascensos).
Y lo mismo se vivió con la Selección Argentina luego de que el pasado sábado culminara con su racha de 28 años sin coronaciones. Se sacó una mochila que año tras año era más pesada y desató la euforia contenida. Quizá se puede pecar por dejarse llevar por las emociones del momento, pero no es descabellado pensar que el combinado Albiceleste logró el tercer éxito más importante de su historia tras obtener la Copa del Mundo en 1978 y 1986. Sin desmerecer los cuatro títulos oficiales que logró bajo el mando de Alfio Basile, ni las 12 Copa América que se ganaron desde 1916 hasta 1959, ni tampoco la gran cantidad de éxitos que obtuvieron los seleccionados juveniles.
¿Por qué? Por muchas razones… En primer lugar, como se mencionó anteriormente, por ponerle fin a una etapa de sequía que parecía ser interminable; por romper con el maleficio de las seis finales perdidas durante estos 28 años –Copa de las Confederaciones 1995 y 2005; Copa América 2004, 2007, 2015 y 2016; y Copa del Mundo 2014–; por ganarla en Brasil, derrotando en la final al dueño de casa en el mismísimo Maracaná.
Pero también por no haber llegado como candidato (al menos no como uno de los principales), con un plantel en su mayoría nuevo, que tenía menos nombres que años anteriores y con un entrenador con poca experiencia. Porque se decía que el DT no tenía una idea clara de juego, que se equivocaba en los planteos y los cambios, y otros cuantos argumentos que el tiempo (y los resultados) se encargaron de refutar.
Porque, tras el empate del debut ante Chile, el equipo de Lionel Scaloni empezó a marchar. Con una estrategia clara pero cuestionada, de golpear primero y luego aguantar el resultado; con un equipo titular en el que sólo Lionel Messi tenía asegurado su lugar; y con jugadores que entendieron el mensaje, se convencieron del mismo y, priorizando un funcionamiento colectivo, se potenciaron al lado de La Pulga sin ser dependientes de éste.
Párrafo aparte para el 10. Enchufado como nunca, asumiendo el rol de líder que inevitablemente recaía sobre sus espaldas y con un nivel de alto vuelo cuando tenía la pelota en sus pies. Messi sabía que podía ser su última chance de ganar un título con la camiseta nacional y, a su calidad de siempre, le sumó ese plus de carácter que tantas veces se le reclamó. Por ello, su alegría y emoción tras la coronación, festejando como casi nunca se lo vio.
Con las gratas sorpresas de Dibu Martínez y Cuti Romero; las confirmaciones de De Paul, Paredes, Acuña y las reivindicaciones de Di María y Otamendi, por mencionar algunos de los destacados, se conformó un equipo firme y ordenado, al que le sobró actitud y carácter, y tuvo esa pizca de suerte que siempre se necesita.
A poco más de un año de la Copa del Mundo de Qatar, este logro nos invita a empezar a ilusionarnos. Pese a que todavía es un equipo en formación, que aún se están desarrollando las eliminatorias y a la enorme diferencia que existe entre el fútbol europeo y sudamericano. Falta mucho, nos falta mucho y los sabemos, pero igual soñemos…soñemos y subamos a la Scaloneta.
